lunes, julio 21, 2008

transpirar, zafar... acerca de las películas deportivas


siempre es un honor -o quizás hasta un sueño. estar en un sitio que uno admira, o trabajar o escribir rodeado de gente que uno considera superior. Siempre me ha gustado El Amante, la revista de cine argentina y a pesar que muchos la detestan, casi siempre estoy de acuerdo con sus miradas (y sus miradas a veces son tan divergentes que colocan críticas a favor y en contra de la misma película). El Amante se la juega, cree en la crítica, no está al servicio de las mega distribuidoras o cree que, por ser argentina, un filme necesariamente es bueno o debe ser tratado distinto a que fuera coreana o francesa.

tampoco se estrellan con las estrellas (la creativa manera de recomendar películas)
y creen que las mejores críticas son aquellas que asumen la subjetividad.

Por esas cosas, me están pidiendo colaboraciones cada tanto y si bien ya no soy crítico (aunque según algunos lectores de El Mercurio sí lo soy y malo y poco ético porque crítico cintas sin verlas... uf) me gusta poder, cada tanto, escribir de cine y quizás es verdad que soy mejor a la hora de alabar que a la hora de disectar.

Da lo mismo. Me gusta lo que está haciendo El Amante, creo que el cine argentino es mejor gracias a ellos, y cada vez que la leo me dan ganas de ver incluso cintas que ya vi, o no quise ver o las encontré malas. Los de El Amante creen que la verdadera labor de la crítica es criticar, es decir, crear debate, abrir los ojos.

Mientras despacho algo para el otro número posteo esta nota q me pidieron acerca de cintas deportivas. Es del mes de junio, 2008


Más que ganar, escapar

Por Alberto Fuguet

Es curioso pero las películas acerca de deportes tienen un serio problema a la hora de viajar. Uno pensaría que, tal como las de acción, un filme que se mueve y que se tensa, que no abusa del diálogo sino de los músculos y las pantorillas, no tendría problema alguno para cruzar fronteras. No es así. La mayor parte del cine deportivo, por llamarlo de una manera, es norteamericano o es en inglés (¿alguien ha visto la cinta de surf Puberty Blues de Bruce Beresford?). No tengo claro por qué pero pareciera que así es. Cuando este cine lograba llegar a las pantallas, su paso era fugaz. Quizás por eso tengo un lazo especial con aquellas cintas de jugadores que fueron triunfos norteamericanos y que yo vi, rodeado de dos o tres despistados, en un cine moribundo en Santiago hace diez o quince años atrás.

Ahora simplemente no llegan. Son lanzadas directamente al dvd. O son comedias de camarín, que es otro género, supongo, que no entiendo del todo aunque a veces me río con Will Farrell.


En mi memoria cinéfila tengo recuerdos de un adolorido y machucado Nick Nolte en North Dallas Forty de Ted Kotcheff; el trío de surfistas rubios en Big Wednesday de John Milius; y, una tarde fría en un cine más frío, encontrarme a Kevin Costner, Burt Lancaster y James Earl Jones en medio de un campo de maiz celebrando el beisbol, la paternidad y Salinger en Campos de sueños, el one-hit-wonder de Phil Alden Robinson, cinta que todos mis amigos norteamericanos tienen en el altar y que ninguno de mis amigos cinéfilos (y no cinéfilos) siquiera conocen.



La cinta deportiva que me interesa, que juega limpio y que sigue las reglas, no es aquella donde el chico gana sino la que, luego de saltarse y trascender todos los clichés, es aquella que, a fin de cuentas, apuesta más por la cancha (el barrio, el pequeño pueblo, el vestuario, el salón de pool) que por el juego (El color del dinero y El audaz, sin ir más lejos; All The Right Moves de Michael Chapman; Junior Bonner de Peckinpah; y la sublime Ciudad dorada de John Huston).





En la cinta deportiva pareciera que el protagonista juega primero y piensa después y quizás por eso es ideal para poder hacer un filme inteligente acerca de personas poco ilustradas y hacerlo con la camiseta de él o de los protagonistas puesta y sudada arriba del cuerpo de aquel director que quizás no sea un campeón pero puede sentir como uno. Donde hay una pelota, hay un pueblo. Y en estos pueblos perdidos la idea de la victoria tiene más que ver con poder escapar que ganar.



Porque en esas películas siempre había un pueblo y el entrenador era el padre en un mundo de padres ausentes. Para mí La última película de Peter Bogdanovich no es la gran cinta cinéfila-nostálgica que todos citan sino la mejor película de deportes que no necesita usar el juego para ser una de las más grandes exponentes del género. En ese pueblo polvoriento de Texas el basketball es tan importante como el cine. Y la esposa del entrenador decide entrenar al chico en aquella área donde la competenca siempre es feroz: el sexo y las relaciones amorosas. El coach de The Last Picture Show (que tiende a ser la figura con la que el director se identifica puesto que dirigir acaso no es sino sacar lo mejor de los demás para que el equipo triunfe) no es capaz de liderar o inspirar porque una era está llegando a su fin y los chicos son capaces de jugar bien pero saben que no ganarán, tal como saben que Red River será la última que exhiban en el cine antes que lo cierren.






Los entrenadores, por lo general, han ido reflejando los tiempos y casi siempre, en las peores cintas del género, son suerte de gurues todo poderosos, duros pero con corazón de oro. Tabulando cintas en mi mente y capto que algunas de las que más me gustan tienen un lazo entrenador-atleta en su centro pero el entrenador es algo más complejo que aquel que sabe más. Me gusta Walther Matthau insultando a garabato limpio a los pre-púberes de The Bad News Bears de Michael Ritchie; un cínico y acabado Peter Falk explotando a sus rubias luchadores libres en Las muchachas de California, la última de Robert Aldrich; Paul Newman en Slap Shot de George Roy Hill a cargo de un equipo de hockey de tercera entendiendo que ya no es uno de los jóvenes; y, quizás mi entrenador favorito de todo, Scott Glenn en Personal Best, el curioso y contractorio debut de Robert Towne (un filme mitad 70, mitad 80, con más cámara lenta que lo aconsejado). En Personal Best, Glenn es un un solitario entrenador de corredoras de fondo que, por un lado, lamenta ser sólo un entrenador de chicas y, por otro, las envidia por tener ni la vida ni complicidad que ellas tienen entre sí.




Me acuerdo también de Los muchachos del verano, una cinta muy nominada al Oscar sobre ciclistas de Peter Yates, que aún así se estrenó escuálidamente en un cine del centro y no alcanzó a durar una semana. Me acuerdo también que después de esa cinta empecé a andar en bicicleta. Dios, cómo quiero esas cintas que no duraban una semana a fines de los 70 y comienzos de los ochenta. A veces pienso que nunca las vi, que me las contaron, que las soñé.