martes, febrero 27, 2007

sangre infectada o infiltrada.. Marty lo logra



del ABC de Madrid
muy de acuerdo con lo q dice sobre Scorsese (bien q haya ganado y q pena a la vez q gano x esta... pero estaba entre las 2 mejores de la quina, sin duda...) y buenas algunas de sus reflexiones sobre el cine en gral

x q no salen articulos asi en nuestros diarios?

El hombre que cambió a Dios por el cine

POR FEDERICO MARÍN BELLÓN


Quería ser cura e ingresó en el seminario, pero el pequeño Martin no encontró en la Iglesia suficiente espacio -o libertad; al fin y al cabo se ha casado cinco veces- para exorcizar todos sus demonios. En el cine, cuenta el director, la gente también se junta «para compartir una experiencia común». «Creo que tiene espiritualidad, incluso si ésta no consigue suplantar la fe», añade en el maravilloso documental «Un recorrido personal por el cine norteamericano», que ha conocido su adaptación al libro, invirtiendo el tópico.

Como Truffaut, como Bogdanovich, como Spielberg, pertenece a una raza de cinéfilos que han tenido la fortuna de convertirse en cineastas. Otros se disfrazan bajo el disfraz de críticos o se conforman con estudiar cualquier ingeniería. En todo caso, está claro que se trata de uno de los nuestros y que sus errores no son los del mercenario, sino los del enamorado. Que le negaran el Oscar durante tantos años ha tenido que suponer una prueba durísima para su fe. Desde lejos, en cada edición de los premios parecía haber menguado un poquito más, aplastado bajo el peso de sus gafas de concha y sus cejas de invierno. Él lo ve como Frank Capra y compara la pasión por el séptimo arte con una enfermedad. «Cuando te infecta la sangre -explica- se convierte en la hormona más importante. Controla las enzimas, dirige la glándula pineal, domina la psique. Igual que con la heroína, el antídoto contra el cine es más cine».

Scorsese ha visitado géneros tan diversos como el musical («New York, New York»), el drama romántico de época («La edad de la inocencia»), el cine de terror («El cabo del miedo») y la comedia («¡Jo, qué noche!»). Ha rodado secuelas tardías («El color del dinero») y revisiones de títulos poco conocidos («Infiltrados») o clásicos (es obligado citar de nuevo «El cabo del miedo»). Para armar sus debates internos es capaz de moverse, con desigual fortuna, en el mundo del deporte («Toro salvaje») y en el drama espiritual («Kundun», «La última tentación de Cristo»). También ha dotado de una altura desconocida al documental musical («El último vals», «No direction home»). Pero, por encima de todo y con la inestimable ayuda de los tres Padrinos de su amigo Coppola, ha hecho del oficio de gánster algo más cercano para el espectador que el de conductor de autobús.



En el fondo, no importa a qué se dediquen sus atormentados héroes (nunca tan torturados como él mismo). La clave es su capacidad para narrar esa complejísima lucha interna y externa con una claridad ejemplar. Porque su cine es innovador, pero nunca va de moderno. Juega con el público, pero, al contrario que muchos de sus colegas, lo respeta e ilumina. Martin hace suya esta cita de Tourneur: «Cuando los espectadores están sentados en un cine a oscuras y reconocen su propia inseguridad en la de los protagonistas, aceptan las situaciones más increíbles y siguen al director hasta donde éste quiera llevarlos». Seguro que el reconocimiento que ha conseguido con «Infiltrados» no cambiará esa forma de ver las cosas ni doblegará su espíritu de eterno estudiante: «Si, he hecho bastantes películas en los últimos veinte años, pero cuantas más hago, más cuenta me doy de lo poco que sé».